IV
Como
quiera que los designios de mi Señor son inescrutables, tras una hilarante
conversación al terminar un entrenamiento en la O, en la que nuestro Francisco
Gómez Reyes, (La pipi) y nuestro José Manuel Pacheco, (el compadre), junto con
varios miembros de la cuadrilla de nuestro Jorobaito… Chusco, el chili y varios
correligionarios más, quedamos para ir aquel bendito miércoles a la avenida de
Coria a las 21,00 horas, todos nos propusimos acudir a la cita para intentar
formar parte de aquello que a todas luces, parecía una locura…
Ajeno
como estaba a lo que me quedaba por venir, debo decir que más que deseo, en
este caso fue curiosidad, así que aquel miércoles, tras terminar mi jornada
laboral y volver a mi casa, recogí los bártulos y al ver mi padre que lo que
cogía era el costal y preguntarme que donde iba, al responderle yo que, a San
Gonzalo, medio en serio medio en broma, mi padre con cara de sorna, le dijo a
mi madre que preparara una muda, (calzoncillos), para cuando volviera… Y ya un
poco más en serio, me advirtió que aquello no era ningún juego y que el paso
era de los de tener cuidado… Así que quizá algo compungido y afligido por aquel
comentario, dirigí mis pasos hacia la cita que cambiaría mi vida ya para
siempre.
Debo
confesar que con un poco más de miedo que vergüenza, me vi andando por Virgen
de Aguas Santas hacia República Argentina y derechito por López de Gomara para
al llegar a la esquina de San Jacinto, enfilar la avenida de Coria.
Allí,
tras el vetusto y ajado portalón de madera gris, que destacaba entre la ruina y
los desconchones de las paredes del viejo convento, al traspasar la pequeña
puerta que daba acceso al almacén, me encontré de frente con la realidad de la
hermandad por aquel entonces. La rampa de cemento que daba acceso al fondo de
la nave, telarañas en el techo que hubiesen pasado por sabanas de matrimonio,
una variopinta amalgama de enseres procesionales poco o nada cuidados, una
especie de ropero sin puertas donde estaban las bolsas de las túnicas de la
hermandad…
Al
fondo, a la derecha estaba desmontada la parihuela del palio y todo el fondo de
la izquierda, estaba ocupado por aquella mole oscura que, tapada por un enorme
paño, intuí que era el paso de cristo de San Gonzalo. Bajo el paso, todo un
sinfín de cajas, dos barreños de cinc, bolsas, etc… Todo ello mal iluminado por
la escasa luz de la que disponía el almacén… Más o menos igual que todos los
almacenes de pasos que conocía hasta la fecha…
Para
completar el cuadro, a la derecha, según se entraba, una especie de oficina
hecha con madera y cristales a media altura que hacía las veces de oficina, de
mayordomía, secretaría, priostía… Y un señor algo mayor para mi entonces, con
aspecto apacible y bonachón, al que después llegué a querer como si fuera de mi
familia, de nombre Emilio. D. Emilio Cano Carbonero…
Una
vez me presenté, al preguntarle por la cuadrilla de costaleros y el capataz, me
informó que estaban en la Plaza… Y hacia allí dirigí mis pasos…
Para
mi sorpresa, Juan no había llegado aún, (siempre ha sido una de las virtudes de
la cuadrilla de San Gonzalo…La puntualidad), y el resto de la “cuadrilla”, por
definirla de alguna manera, le daba patadas a una naranja en aquella nuestra
querida plaza, en homologo simulacro de partido de futbol…
He
entrecomillado la palabra cuadrilla por varias razones… Quizás, en primer lugar,
por la sorpresa que me causó la edad de los componentes, más o menos la mía. Y
aunque en los pinitos que yo había realizado como aprendiz de costalero, éramos
pocos lo jóvenes y muchos los mayores, allí era todo lo contrario. En segundo lugar, porque un paso como aquel,
que ya había reventado a más de una cuadrilla de las de leyenda, (le apodaban
el matahombres…), incluso a día de hoy, sigo creyendo sinceramente que para los
que estábamos en la plaza, era mucha carne para tan poco guiso y sigo creyendo
a día de hoy, que también me impresionó el hecho de que fuéramos tan pocos
efectivos y tan escasa la tropa, pero en fin…
Así
podría seguir hasta mañana, dando razones para salir corriendo de allí, sin
volver la cara siquiera, pero no, yo quizás porque Él siempre me ha puesto
donde más me convenía, me quedé con aquel grupo…
A
la esquina llegó corriendo un chaval, lamento no recordar el nombre, que nos avisó
que Juan había llegado y todos nos dirigimos al almacén.
Y
al llegar al almacén de San Gonzalo, nos esperaba Juan Vizcaya.
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