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Así,
tras cuatro interminables, largos, agitados e impacientes días que, creo que
como a todos los que estábamos siendo partícipes de aquella aventura, nos
parecieron eternos y tras todo lo que he relatado anteriormente, al fin, llegó
la tan anhelada, esperada y deseada Semana Santa de 1976.
Ya
desde el viernes de dolores, junto a mi querido y recordado padre, como era
nuestra costumbre, fuimos al barrio de Nervión para ver la cofradía de la Sed,
muy diferente a la que hoy estamos acostumbrados a ver. Desde los nazarenos sin el capirote de
cartón, al recorrido hasta la antigua cárcel de ranilla o los dos pasos
totalmente distintos a los actuales, como digo, viendo la cofradía, ya no era
capaz de soportar la angustia por el terriblemente lento pasar de las horas,
las cuales, todas y cada una de ellas,
me parecían semanas… la misma inquietud e intranquilidad que sentía, me
inclinaban a pensar que el lunes Santo nunca llegaría, o que yo, víctima de un
ataque al corazón o de algo aun peor, no podría sobrevivir a la espera.
El
sábado, me pareció un mes por lo largo que se hizo y tras una noche casi sin
dormir por lo que estaba por venir, amaneció un espléndido y luminoso Domingo
de Ramos.
Nada
podía hacer presagiar que, tras aquel calurosísimo y bochornoso día de palmas y
ramos de ese año, nuestro Señor, que siempre sabe lo que hace, cuándo y por
qué, nos obsequiara con el nefasto y devastador lunes Santo que nos aguardaba a
todas las hermandades del mismo…
-Antonio,
las 7,30. Venga vamos… Al llegar a la cocina, donde me esperaban mis padres con
el café, con sus tristes, apenadas y atribuladas caras, me lo estaban diciendo
todo. Fuera, en el patio interior de mi casa de Santo Ángel, el repiqueteo de
las gotas de la fortísima lluvia, al caer sobre el tejadillo que cubría el
patio del bajo, me desvelaron la tristísima realidad. Estaba lloviendo a
mares...
Como
digo, después del maravilloso y espectacular día que disfrutamos y tras el
intenso calor que padecimos el Domingo, después de una noche casi sin poder
conciliar el sueño, entre nervios, dudas, recelos, temores, incertidumbres y,
sobre todo, ilusiones, optimismo y esperanza… Todo lo que eran en aquel tiempo
mi mundo y mi vida, como si se tratase de un castillo de naipes, se vinieron
abajo.
Ya
en la semana anterior, había acordado con mi jefe el horario de trabajo para la
Semana Santa, por lo que el lunes, martes y miércoles Santos, sólo trabajaba
hasta las 12,00. Así que desilusionado, frustrado y desengañado, además de
empapado por el desplazamiento hasta la farmacia bajo un fuerte aguacero,
llegué a la misma y me dispuse a realizar mis labores sin saber ya, a que Santo
rogar, a que Virgen rezar, o a qué Santísimo Cristo suplicar que dejara de
llover y abriera el día….
Cómo
me observaría de apesadumbrado el pobre D. Miguel, que antes de las 10 de la
mañana, me dijo en plan paternal…
-Venga
Antonio… Que seguro que solo va a llover por la mañana… Verás que tarde más
esplendida vais a disfrutar. Anda, déjalo todo recogido y vete a casa… Para
poco después añadir (como buen jefe):
-Pero,
de todas formas, si no podéis salir, te vienes a trabajar por la tarde...
Desalentado
y abatido por las circunstancias, llegué a casa, me cambié de ropa, me despedí
de mi madre y casi ahogado por el llanto y la pesadumbre, me fui para San
Gonzalo…
Ahora
lo sé y soy hasta capaz de entenderlo. Todo ocurre como, cuando y porque el
Señor lo quiere… Él, nuestro Señor y buen Padre, bienhechor y supremo hacedor
de todo cuanto acontece, siempre sabe lo que hace y el por qué. Teníamos por
delante, el reto de llevar el temible “matahombres”, el paso del Señor del
soberano Poder ante Caifás, desde la Iglesia de San Gonzalo por Virgen de la
Salud hasta San Jacinto. Después por la avenida de Santa Cecilia, San Vicente
de Paúl, Clara de Jesús Montero y Alvarado hasta Chapina. Toda la avenida del
Cristo de la Expiración, plaza de la Legión, Pedro del Toro, Bailen, Plaza del
Museo y Alfonso XII hasta la carrera Oficial… Después de salir de la Catedral,
Por la plaza, la Diputación y la muralla de los Reales Alcázares hasta la plaza
de la Contratación, donde por San Gregorio, salir a los jardines de Cristina…
Puente de San Telmo, plaza de Cuba, Calle Betis, Troya y Pureza hasta el
Altozano… San Jacinto, Virgen de la Salud y a casa de nuevo… Y no era asunto
baladí. Más no nos importaba en absoluto… Quizás, evidentemente por la
inconsciencia y temeridad de la juventud… Pero nuestro Señor, no iba a querer
que esta descomunal empresa se llevara a cabo ese día.
A
las primeras hermandades de la tarde, es decir, Santa Genoveva, La Redención y
a nosotros, nos sorprendió el aguacero durante el recorrido de ida a la
Catedral, por lo que todas tuvieron que volverse a sus templos o buscar
refugio. Las demás, decidieron no realizar estación de penitencia. Y solo salió
el Cristo de Santa Marta, a hombros de sus nazarenos en unas parihuelas
improvisadas que permitieron ver un Lunes Santo totalmente diferente a lo visto
hasta entonces…
En
su infinita misericordia, el Señor a veces, nos quita, pero no es menos cierto
que, siempre a cambio, nos ofrece la oportunidad de aprender algo para el
futuro, de suerte que, aunque a muy a pesar nuestro entonces, es a día de hoy,
cuando me encuentro en posición de afirmar que la lluvia, aquella maldita
lluvia que truncó nuestras ilusiones y sueños ese lunes Santo y que tanto nos
arrebató aquel ominoso día, no sólo impidió que pudiéramos recoger al fin, el
tan ansiado fruto a nuestro enorme esfuerzo y todo el trabajo realizado en pos
de conseguir aquel maravilloso sueño. También es más que probable, que nos
ofreciera una segunda oportunidad para conseguirlo, pues tal vez, aun no
estábamos preparados para realizar una hazaña de tamaña magnitud y concluir con
absolutas garantías de éxito, semejante gesta…
La
providencia manda y aunque con renglones torcidos, nuestro Señor siempre
escribe derecho.
Ay,
bendito Cristo del Soberano Poder… Perdóname por lo mucho que tardé en entender
y comprender al fin Tus designios… Ahora, después de tantos años, aun duele en
lo más profundo del alma y los recuerdos… Pero el bálsamo que suponen la
distancia en el tiempo, el largo recorrido existencial por tantas experiencias
vividas y el poder interpretar Tu voluntad, nos hacen, o al menos a mí me
sirve, para ver las cosas de manera muy distinta, a la de aquel aciago día en
el que tantas ilusiones se rompieron, tantos sueños y esperanzas se quebraron,
y tantas lágrimas de dolor e impotencia se vertieron sobre el suelo de la
iglesia de San Gonzalo y de la iglesia de la O más tarde…
Cuando
poco a poco, fuimos llegando al almacén, después de unos tristes, pesarosos y
apesadumbrados saludos y con el ánimo por los suelos, nos fuimos todos juntos a
almorzar, pues nuestro capataz, que había pensado en todas las eventualidades,
menos en la lluvia por lo visto, lo tenía preparado todo.
Pocas
veces he visto a tanta gente joven, ante un suculento y gratuito banquete,
estar más tristes que nosotros aquel mediodía en el July…
Nuestro
Juan, nos tenía dispuesta una nutritiva y apetitosa comida para todos los
costaleros y al equipo de capataces en aquel famoso por entonces bar y
restaurante, frente a los almacenes Gicos Europrix de San Jacinto. Allí, junto
a la antigua cochera de los tranvías, comimos, (es un decir), pues mientras
tanto fuera, no dejaba de llover… Recuerdo que Juan, aunque serio y
cariacontecido, era el que mejor lo estaba llevando.
Así
que entre silencios y muy, pero que muy pocas bromas, transcurrió aquel
almuerzo, triste almuerzo, pues la verdad es que el tiempo no parecía que fuera
a darnos tregua.
Terminado
el mismo, al salir del lugar y mirar hacia arriba, observé ese insano y nefando
color gris panza de burra, que tanto nos fastidia y acongoja a los cofrades por
semana Santa, aunque es cierto que al menos, había dejado de llover.
Vana
ilusión, pues mientras igualábamos en la puerta del almacén, volvió a llover,
esta vez de forma menos insidiosa, pero, al fin y al cabo, estaba lloviendo.
El
camino hasta la iglesia, con una fina lluvia que, con el mal cuerpo que
llevábamos todos, e incluso frío, nos calaba hasta los huesos. Que largos y
pesarosos se nos hicieron aquellos escasos trescientos metros…
Ya
dentro de la iglesia, nos ubicamos junto a los pasos… Tensa y angustiosa fue la
espera hasta que el reloj marcó la hora señalada para efectuar la salida… Y
allí, todos dentro de la iglesia, los costaleros, nuestro equipo de capataces,
el cuerpo completo de nazarenos, acólitos, servidores… Aguardamos pacientemente
las palabras de nuestro hermano mayor que, augurábamos descorazonadoras y
sombrías. Todos con la cara que puedan imaginar y el ánimo por los suelos…
A
la hora de la salida, se pidió una prórroga de una hora, mientras fuera, seguía
lloviendo… Así que se decidió por parte de la Junta de Gobierno que, en caso de
salir, se modificaría el recorrido de ida por san Jacinto hasta el Altozano y
después por San Jorge, Callao y Castilla, desembocar en Chapina que era un
recorrido en el que se tardaría menos tiempo, para recuperar en parte el
horario… Y me imagino que la Junta, con buen criterio, nos daba a la cofradía
la oportunidad de algún refugio para un más que posible “por si acaso”.
Como
si fuera un milagro, ese prodigio que todos esperamos cuando llega la hora de
salir y está lloviendo, porque así lo quiso nuestro Señor, ocurrió… La tarde se
aclaró y hasta por las vidrieras que dan al costado de la iglesia, entró el
sol.
Siempre
recordaré el rugido de entusiasmo que, al unísono de todos los presentes en
aquel histórico momento, se escuchó en la iglesia al comunicarnos, el bueno de
Antonio Garduño, que nos íbamos a la calle.
Tras
el cerrojazo y la apertura de la puerta, la Cruz de guía con buen paso y los
tramos del paso de nuestro Señor, salieron en poco menos de 10 minutos y
nosotros bajo el paso, para después de la mejor arenga que he escuchado de un
capataz en mi vida, a la voz de nuestro Juan que en gloria esté, darle una
levantá al paso, que tardo en caer sobre nuestros hombros una eternidad. Lágrimas
de emoción, calor, frío, nervios de punta, miedos, ganas, deseos, empeños,
pasiones desbordadas… Aún se me eriza el cabello y hasta me ahogo por la suma
de emociones del momento.
Ya
enfrentados al cancel y a la temida puerta, con el paso abajo, tres sonoros y
secos martillazos… Nueva arenga de nuestro capataz, Un “tos por igual… A esta
es” que jamás olvidaré en mi vida, otro martillazo y al cielo con el Soberano
Poder.
Venga,
vámonos de frente mis taquitos de jamón… Venga de frente valientes… Bueno… Pararse
ahí… ¿Están los zancos fuera…? Ea, pues que sea como Él quiera… Vámonos los dos
costeros por parejo a tierra… Más a tierra… Más a tierra la delantera… Más a
tierra… Más a tierra…
¡¡¡
Bueno!!!...
Venga
de frente los tíos valientes…
Ni
fuera, ni bajo el paso se escuchó más ninguna voz… Sólo la entrecortada y
agitada respiración de aquellos “niños de San Gonzalo” que, con un poderío, que
incluso a día de hoy, me sigue pareciendo insultante, consiguieron una proeza
antes nunca realizada.
Treinta
y dos largos, rápidos y agónicos pasos sobre el suelo del cancel y la tablazón
que salvaba por entonces el escalón de la puerta…
Arriba
con Él… Un seco y sonoro martillazo… Y se abrieron de par en par, las puertas
de la gloria costalera y de la historia de la semana Santa de Sevilla, para
aquella mítica cuadrilla de niños hombres y hombres niños comandada por D. Juan
Vizcaya Vargas que, por fin, pudo sacar a Su bendito Cristo del Soberano Poder
a la calle.
Como
el día de la mudá, todo salió perfecto. El himno nacional, la marcha y vámonos
para Sevilla… Poca gente, a decir verdad, había entonces por las calles del
barrio. No fue hasta varios años después, cuando nuestra queridísima hermandad,
comenzó a poseer la fama y el relieve del que goza a día de hoy. Pero eso es
otra historia…
Con
los corazones a mil por hora, cada chicotá nos parecía corta, siempre queríamos
más y más… El paso, parecía que no pesaba y se dejaba hacer lo que quisiéramos
y pudiéramos en cada momento… Hasta llegar poco más o menos al Altozano… Todo
lo demás que pasó, es bien conocido por la historia.
Al
llegar el paso de Cristo a la altura del bar los dos hermanos del final de San
Jacinto, el cielo se oscureció y una tremenda granizada nos sorprendió,
haciendo fracasar el intento de realizar nuestra estación de penitencia,
destrozando las ilusiones de nazarenos, capataces, costaleros, servidores… De
absolutamente todos.
El
paso de Cristo, mandado valientemente por nuestro capataz, en una sola chicotá
histórica y a una velocidad tan considerable como yo jamás recuerdo haber
andado bajo un paso, tanta velocidad llevábamos y con tanto ímpetu empujábamos
hacia adelante todos, que nos pasamos de la puerta de la O y tuvimos que
retroceder para cuadrar el paso ante la puerta, para sin tablazón y a base de
lo que ponen las gallinas, introducir el paso en la iglesia salvando los 3
escalones que por entonces facilitaban la entrada al templo. Una vez dentro,
entre un mar de lágrimas, empapados por el agua que se había filtrado por el
suelo del canasto, y tras varias maniobras, entre dos columnas y bajo el arco,
junto al paso de mi Jorobaito de mi alma, dejamos a nuestro Señor del Soberano
Poder, junto a nuestros sueños rotos y parte de una vida, que ya nunca sería la
misma para ninguno de los que vivimos aquel momento.
De
ahí, terriblemente deshecho por todo lo vivido, hasta mi casa donde os puedo
asegurar que hasta que el sueño me venció aquella fatídica noche, no dejé de
llorar amargamente.
Por
supuesto, yo aquella tarde, no volví a la farmacia para completar mi jornada
laboral… Pero eso es otra historia.
Continuará…
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