De D. Victor
Garcia Rayo.
Esa lagrima
tuya…
En la plaza
del Salvador no cabía más fe, no quedaba espacio para más esperanza. No había
butacas para tanta misericordia y mientras pasaba, hijo, tu padre del cielo con
esa túnica que marca la distancia entre lo imposible y lo cierto, mi pecho
empezó a prepararse para asistir a un evento que entenderás mejor cuando,
pasado el tiempo, lo que te quede de mí sea el recuerdo del hombre que te
enseñó a querer a Sevilla con toda su alma y a Dios sobre todas las cosas.
Yo sentí,
amor mío, cómo se te aceleraba el pulso y empezaba tu corazón de quince años a
bombear temores nuevos. Era tu primera vez. Jamás habías visto al Señor en su
paso por las calles de Sevilla porque tus obligaciones como marinero de
Esperanza no te lo permiten. Yo vi en tus ojos los cristales vírgenes, limpios.
Aún no habían sido rayados por la luz del Dios de San Lorenzo. Cuando se ve por
vez primera al Señor en la calle, tu mirada queda señalada para siempre, como
con un rasguño imborrable. Ya tus ojos no serán los mismos jamás. Porque han
visto a Dios andando por una calle.
Cuando llegó
a nuestra altura, sentí que te estremecías a unos centímetros de mí y empecé a
escuchar esos tiernos gemidos, imperceptibles para el mundo pero clavados para
siempre en mi memoria y en el llanto de tu madre, que se estaba dando cuenta de
todo, como todas las madres. Era tu bautizo real como sevillano. Estabas viendo
a Dios, escuchando su forma de caminar, llorando por primera vez con Sevilla,
como llora Sevilla.
Dejé que
pasara sin tocarte pero me moría de ganas de apretarte entre mis brazos. En ese
momento nada en el mundo debe interponerse entre Dios y uno. Y también dejé que
vieras cómo se marchaba, cómo se iba caminando la auténtica fe de este pueblo.
Le pedí una vez más por ti, por todo lo que estabas sintiendo en ese preciso
momento y le entregué para siempre una fidelidad nueva, el amor de otra persona
que acudirá a sus plantas a la hora del ahogo y la zozobra.
Ese que
pasaba, amor mío, era Dios. Y por eso lloraste al verlo por primera vez. Cuando
nos fundimos por fin, ya con el Señor a unos metros, en ese abrazo que jamás
podré olvidar, sentí que llorabas encima de tu padre de la tierra después de
haber visto caminar a tu padre del cielo. Y volvió a cerrarse un círculo en mi
corazón, en mi vida, en un nuevo sueño cumplido.
Ya tienes,
Álvaro, los ojos rayados, la marca hecha. Has visto andar al Creador por
primera vez en tu vida. Y a esta hora, delante de tus lágrimas, tu padre de la
tierra no es capaz más que de echarse a llorar de orgullo. Lo hago ante Dios. Y
Dios, mi vida, vive en San Lorenzo.
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