martes, 2 de agosto de 2022

 


IV

 

Como quiera que los designios de mi Señor son inescrutables, tras una hilarante conversación al terminar un entrenamiento en la O, en la que nuestro Francisco Gómez Reyes, (La pipi) y nuestro José Manuel Pacheco, (el compadre), junto con varios miembros de la cuadrilla de nuestro Jorobaito… Chusco, el chili y varios correligionarios más, quedamos para ir aquel bendito miércoles a la avenida de Coria a las 21,00 horas, todos nos propusimos acudir a la cita para intentar formar parte de aquello que a todas luces, parecía una locura…

Ajeno como estaba a lo que me quedaba por venir, debo decir que más que deseo, en este caso fue curiosidad, así que aquel miércoles, tras terminar mi jornada laboral y volver a mi casa, recogí los bártulos y al ver mi padre que lo que cogía era el costal y preguntarme que donde iba, al responderle yo que, a San Gonzalo, medio en serio medio en broma, mi padre con cara de sorna, le dijo a mi madre que preparara una muda, (calzoncillos), para cuando volviera… Y ya un poco más en serio, me advirtió que aquello no era ningún juego y que el paso era de los de tener cuidado… Así que quizá algo compungido y afligido por aquel comentario, dirigí mis pasos hacia la cita que cambiaría mi vida ya para siempre.

Debo confesar que con un poco más de miedo que vergüenza, me vi andando por Virgen de Aguas Santas hacia República Argentina y derechito por López de Gomara para al llegar a la esquina de San Jacinto, enfilar la avenida de Coria.

Allí, tras el vetusto y ajado portalón de madera gris, que destacaba entre la ruina y los desconchones de las paredes del viejo convento, al traspasar la pequeña puerta que daba acceso al almacén, me encontré de frente con la realidad de la hermandad por aquel entonces. La rampa de cemento que daba acceso al fondo de la nave, telarañas en el techo que hubiesen pasado por sabanas de matrimonio, una variopinta amalgama de enseres procesionales poco o nada cuidados, una especie de ropero sin puertas donde estaban las bolsas de las túnicas de la hermandad…

Al fondo, a la derecha estaba desmontada la parihuela del palio y todo el fondo de la izquierda, estaba ocupado por aquella mole oscura que, tapada por un enorme paño, intuí que era el paso de cristo de San Gonzalo. Bajo el paso, todo un sinfín de cajas, dos barreños de cinc, bolsas, etc… Todo ello mal iluminado por la escasa luz de la que disponía el almacén… Más o menos igual que todos los almacenes de pasos que conocía hasta la fecha…

Para completar el cuadro, a la derecha, según se entraba, una especie de oficina hecha con madera y cristales a media altura que hacía las veces de oficina, de mayordomía, secretaría, priostía… Y un señor algo mayor para mi entonces, con aspecto apacible y bonachón, al que después llegué a querer como si fuera de mi familia, de nombre Emilio. D. Emilio Cano Carbonero…

Una vez me presenté, al preguntarle por la cuadrilla de costaleros y el capataz, me informó que estaban en la Plaza… Y hacia allí dirigí mis pasos…

Para mi sorpresa, Juan no había llegado aún, (siempre ha sido una de las virtudes de la cuadrilla de San Gonzalo…La puntualidad), y el resto de la “cuadrilla”, por definirla de alguna manera, le daba patadas a una naranja en aquella nuestra querida plaza, en homologo simulacro de partido de futbol…

He entrecomillado la palabra cuadrilla por varias razones… Quizás, en primer lugar, por la sorpresa que me causó la edad de los componentes, más o menos la mía. Y aunque en los pinitos que yo había realizado como aprendiz de costalero, éramos pocos lo jóvenes y muchos los mayores, allí era todo lo contrario.  En segundo lugar, porque un paso como aquel, que ya había reventado a más de una cuadrilla de las de leyenda, (le apodaban el matahombres…), incluso a día de hoy, sigo creyendo sinceramente que para los que estábamos en la plaza, era mucha carne para tan poco guiso y sigo creyendo a día de hoy, que también me impresionó el hecho de que fuéramos tan pocos efectivos y tan escasa la tropa, pero en fin…

Así podría seguir hasta mañana, dando razones para salir corriendo de allí, sin volver la cara siquiera, pero no, yo quizás porque Él siempre me ha puesto donde más me convenía, me quedé con aquel grupo…

A la esquina llegó corriendo un chaval, lamento no recordar el nombre, que nos avisó que Juan había llegado y todos nos dirigimos al almacén.

Y al llegar al almacén de San Gonzalo, nos esperaba Juan Vizcaya.

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