miércoles, 10 de agosto de 2022

 


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Así, tras cuatro interminables, largos, agitados e impacientes días que, creo que como a todos los que estábamos siendo partícipes de aquella aventura, nos parecieron eternos y tras todo lo que he relatado anteriormente, al fin, llegó la tan anhelada, esperada y deseada Semana Santa de 1976.

Ya desde el viernes de dolores, junto a mi querido y recordado padre, como era nuestra costumbre, fuimos al barrio de Nervión para ver la cofradía de la Sed, muy diferente a la que hoy estamos acostumbrados a ver.  Desde los nazarenos sin el capirote de cartón, al recorrido hasta la antigua cárcel de ranilla o los dos pasos totalmente distintos a los actuales, como digo, viendo la cofradía, ya no era capaz de soportar la angustia por el terriblemente lento pasar de las horas, las cuales, todas y cada una de ellas,  me parecían semanas… la misma inquietud e intranquilidad que sentía, me inclinaban a pensar que el lunes Santo nunca llegaría, o que yo, víctima de un ataque al corazón o de algo aun peor, no podría sobrevivir a la espera.

El sábado, me pareció un mes por lo largo que se hizo y tras una noche casi sin dormir por lo que estaba por venir, amaneció un espléndido y luminoso Domingo de Ramos.

Nada podía hacer presagiar que, tras aquel calurosísimo y bochornoso día de palmas y ramos de ese año, nuestro Señor, que siempre sabe lo que hace, cuándo y por qué, nos obsequiara con el nefasto y devastador lunes Santo que nos aguardaba a todas las hermandades del mismo…

-Antonio, las 7,30. Venga vamos… Al llegar a la cocina, donde me esperaban mis padres con el café, con sus tristes, apenadas y atribuladas caras, me lo estaban diciendo todo. Fuera, en el patio interior de mi casa de Santo Ángel, el repiqueteo de las gotas de la fortísima lluvia, al caer sobre el tejadillo que cubría el patio del bajo, me desvelaron la tristísima realidad. Estaba lloviendo a mares...

Como digo, después del maravilloso y espectacular día que disfrutamos y tras el intenso calor que padecimos el Domingo, después de una noche casi sin poder conciliar el sueño, entre nervios, dudas, recelos, temores, incertidumbres y, sobre todo, ilusiones, optimismo y esperanza… Todo lo que eran en aquel tiempo mi mundo y mi vida, como si se tratase de un castillo de naipes, se vinieron abajo.

Ya en la semana anterior, había acordado con mi jefe el horario de trabajo para la Semana Santa, por lo que el lunes, martes y miércoles Santos, sólo trabajaba hasta las 12,00. Así que desilusionado, frustrado y desengañado, además de empapado por el desplazamiento hasta la farmacia bajo un fuerte aguacero, llegué a la misma y me dispuse a realizar mis labores sin saber ya, a que Santo rogar, a que Virgen rezar, o a qué Santísimo Cristo suplicar que dejara de llover y abriera el día….

Cómo me observaría de apesadumbrado el pobre D. Miguel, que antes de las 10 de la mañana, me dijo en plan paternal…

-Venga Antonio… Que seguro que solo va a llover por la mañana… Verás que tarde más esplendida vais a disfrutar. Anda, déjalo todo recogido y vete a casa… Para poco después añadir (como buen jefe):

-Pero, de todas formas, si no podéis salir, te vienes a trabajar por la tarde...

Desalentado y abatido por las circunstancias, llegué a casa, me cambié de ropa, me despedí de mi madre y casi ahogado por el llanto y la pesadumbre, me fui para San Gonzalo…

Ahora lo sé y soy hasta capaz de entenderlo. Todo ocurre como, cuando y porque el Señor lo quiere… Él, nuestro Señor y buen Padre, bienhechor y supremo hacedor de todo cuanto acontece, siempre sabe lo que hace y el por qué. Teníamos por delante, el reto de llevar el temible “matahombres”, el paso del Señor del soberano Poder ante Caifás, desde la Iglesia de San Gonzalo por Virgen de la Salud hasta San Jacinto. Después por la avenida de Santa Cecilia, San Vicente de Paúl, Clara de Jesús Montero y Alvarado hasta Chapina. Toda la avenida del Cristo de la Expiración, plaza de la Legión, Pedro del Toro, Bailen, Plaza del Museo y Alfonso XII hasta la carrera Oficial… Después de salir de la Catedral, Por la plaza, la Diputación y la muralla de los Reales Alcázares hasta la plaza de la Contratación, donde por San Gregorio, salir a los jardines de Cristina… Puente de San Telmo, plaza de Cuba, Calle Betis, Troya y Pureza hasta el Altozano… San Jacinto, Virgen de la Salud y a casa de nuevo… Y no era asunto baladí. Más no nos importaba en absoluto… Quizás, evidentemente por la inconsciencia y temeridad de la juventud… Pero nuestro Señor, no iba a querer que esta descomunal empresa se llevara a cabo ese día.

A las primeras hermandades de la tarde, es decir, Santa Genoveva, La Redención y a nosotros, nos sorprendió el aguacero durante el recorrido de ida a la Catedral, por lo que todas tuvieron que volverse a sus templos o buscar refugio. Las demás, decidieron no realizar estación de penitencia. Y solo salió el Cristo de Santa Marta, a hombros de sus nazarenos en unas parihuelas improvisadas que permitieron ver un Lunes Santo totalmente diferente a lo visto hasta entonces…

En su infinita misericordia, el Señor a veces, nos quita, pero no es menos cierto que, siempre a cambio, nos ofrece la oportunidad de aprender algo para el futuro, de suerte que, aunque a muy a pesar nuestro entonces, es a día de hoy, cuando me encuentro en posición de afirmar que la lluvia, aquella maldita lluvia que truncó nuestras ilusiones y sueños ese lunes Santo y que tanto nos arrebató aquel ominoso día, no sólo impidió que pudiéramos recoger al fin, el tan ansiado fruto a nuestro enorme esfuerzo y todo el trabajo realizado en pos de conseguir aquel maravilloso sueño. También es más que probable, que nos ofreciera una segunda oportunidad para conseguirlo, pues tal vez, aun no estábamos preparados para realizar una hazaña de tamaña magnitud y concluir con absolutas garantías de éxito, semejante gesta…

La providencia manda y aunque con renglones torcidos, nuestro Señor siempre escribe derecho.

Ay, bendito Cristo del Soberano Poder… Perdóname por lo mucho que tardé en entender y comprender al fin Tus designios… Ahora, después de tantos años, aun duele en lo más profundo del alma y los recuerdos… Pero el bálsamo que suponen la distancia en el tiempo, el largo recorrido existencial por tantas experiencias vividas y el poder interpretar Tu voluntad, nos hacen, o al menos a mí me sirve, para ver las cosas de manera muy distinta, a la de aquel aciago día en el que tantas ilusiones se rompieron, tantos sueños y esperanzas se quebraron, y tantas lágrimas de dolor e impotencia se vertieron sobre el suelo de la iglesia de San Gonzalo y de la iglesia de la O más tarde… 

Cuando poco a poco, fuimos llegando al almacén, después de unos tristes, pesarosos y apesadumbrados saludos y con el ánimo por los suelos, nos fuimos todos juntos a almorzar, pues nuestro capataz, que había pensado en todas las eventualidades, menos en la lluvia por lo visto, lo tenía preparado todo.

Pocas veces he visto a tanta gente joven, ante un suculento y gratuito banquete, estar más tristes que nosotros aquel mediodía en el July…

Nuestro Juan, nos tenía dispuesta una nutritiva y apetitosa comida para todos los costaleros y al equipo de capataces en aquel famoso por entonces bar y restaurante, frente a los almacenes Gicos Europrix de San Jacinto. Allí, junto a la antigua cochera de los tranvías, comimos, (es un decir), pues mientras tanto fuera, no dejaba de llover… Recuerdo que Juan, aunque serio y cariacontecido, era el que mejor lo estaba llevando.

Así que entre silencios y muy, pero que muy pocas bromas, transcurrió aquel almuerzo, triste almuerzo, pues la verdad es que el tiempo no parecía que fuera a darnos tregua.

Terminado el mismo, al salir del lugar y mirar hacia arriba, observé ese insano y nefando color gris panza de burra, que tanto nos fastidia y acongoja a los cofrades por semana Santa, aunque es cierto que al menos, había dejado de llover.

Vana ilusión, pues mientras igualábamos en la puerta del almacén, volvió a llover, esta vez de forma menos insidiosa, pero, al fin y al cabo, estaba lloviendo.

El camino hasta la iglesia, con una fina lluvia que, con el mal cuerpo que llevábamos todos, e incluso frío, nos calaba hasta los huesos. Que largos y pesarosos se nos hicieron aquellos escasos trescientos metros…

Ya dentro de la iglesia, nos ubicamos junto a los pasos… Tensa y angustiosa fue la espera hasta que el reloj marcó la hora señalada para efectuar la salida… Y allí, todos dentro de la iglesia, los costaleros, nuestro equipo de capataces, el cuerpo completo de nazarenos, acólitos, servidores… Aguardamos pacientemente las palabras de nuestro hermano mayor que, augurábamos descorazonadoras y sombrías. Todos con la cara que puedan imaginar y el ánimo por los suelos…

 

A la hora de la salida, se pidió una prórroga de una hora, mientras fuera, seguía lloviendo… Así que se decidió por parte de la Junta de Gobierno que, en caso de salir, se modificaría el recorrido de ida por san Jacinto hasta el Altozano y después por San Jorge, Callao y Castilla, desembocar en Chapina que era un recorrido en el que se tardaría menos tiempo, para recuperar en parte el horario… Y me imagino que la Junta, con buen criterio, nos daba a la cofradía la oportunidad de algún refugio para un más que posible “por si acaso”.

Como si fuera un milagro, ese prodigio que todos esperamos cuando llega la hora de salir y está lloviendo, porque así lo quiso nuestro Señor, ocurrió… La tarde se aclaró y hasta por las vidrieras que dan al costado de la iglesia, entró el sol.

Siempre recordaré el rugido de entusiasmo que, al unísono de todos los presentes en aquel histórico momento, se escuchó en la iglesia al comunicarnos, el bueno de Antonio Garduño, que nos íbamos a la calle.

Tras el cerrojazo y la apertura de la puerta, la Cruz de guía con buen paso y los tramos del paso de nuestro Señor, salieron en poco menos de 10 minutos y nosotros bajo el paso, para después de la mejor arenga que he escuchado de un capataz en mi vida, a la voz de nuestro Juan que en gloria esté, darle una levantá al paso, que tardo en caer sobre nuestros hombros una eternidad. Lágrimas de emoción, calor, frío, nervios de punta, miedos, ganas, deseos, empeños, pasiones desbordadas… Aún se me eriza el cabello y hasta me ahogo por la suma de emociones del momento.

Ya enfrentados al cancel y a la temida puerta, con el paso abajo, tres sonoros y secos martillazos… Nueva arenga de nuestro capataz, Un “tos por igual… A esta es” que jamás olvidaré en mi vida, otro martillazo y al cielo con el Soberano Poder.

Venga, vámonos de frente mis taquitos de jamón… Venga de frente valientes… Bueno… Pararse ahí… ¿Están los zancos fuera…? Ea, pues que sea como Él quiera… Vámonos los dos costeros por parejo a tierra… Más a tierra… Más a tierra la delantera… Más a tierra… Más a tierra…  

¡¡¡ Bueno!!!...

Venga de frente los tíos valientes…

Ni fuera, ni bajo el paso se escuchó más ninguna voz… Sólo la entrecortada y agitada respiración de aquellos “niños de San Gonzalo” que, con un poderío, que incluso a día de hoy, me sigue pareciendo insultante, consiguieron una proeza antes nunca realizada.

Treinta y dos largos, rápidos y agónicos pasos sobre el suelo del cancel y la tablazón que salvaba por entonces el escalón de la puerta…

Arriba con Él… Un seco y sonoro martillazo… Y se abrieron de par en par, las puertas de la gloria costalera y de la historia de la semana Santa de Sevilla, para aquella mítica cuadrilla de niños hombres y hombres niños comandada por D. Juan Vizcaya Vargas que, por fin, pudo sacar a Su bendito Cristo del Soberano Poder a la calle.

Como el día de la mudá, todo salió perfecto. El himno nacional, la marcha y vámonos para Sevilla… Poca gente, a decir verdad, había entonces por las calles del barrio. No fue hasta varios años después, cuando nuestra queridísima hermandad, comenzó a poseer la fama y el relieve del que goza a día de hoy. Pero eso es otra historia…

Con los corazones a mil por hora, cada chicotá nos parecía corta, siempre queríamos más y más… El paso, parecía que no pesaba y se dejaba hacer lo que quisiéramos y pudiéramos en cada momento… Hasta llegar poco más o menos al Altozano… Todo lo demás que pasó, es bien conocido por la historia.

Al llegar el paso de Cristo a la altura del bar los dos hermanos del final de San Jacinto, el cielo se oscureció y una tremenda granizada nos sorprendió, haciendo fracasar el intento de realizar nuestra estación de penitencia, destrozando las ilusiones de nazarenos, capataces, costaleros, servidores… De absolutamente todos.

El paso de Cristo, mandado valientemente por nuestro capataz, en una sola chicotá histórica y a una velocidad tan considerable como yo jamás recuerdo haber andado bajo un paso, tanta velocidad llevábamos y con tanto ímpetu empujábamos hacia adelante todos, que nos pasamos de la puerta de la O y tuvimos que retroceder para cuadrar el paso ante la puerta, para sin tablazón y a base de lo que ponen las gallinas, introducir el paso en la iglesia salvando los 3 escalones que por entonces facilitaban la entrada al templo. Una vez dentro, entre un mar de lágrimas, empapados por el agua que se había filtrado por el suelo del canasto, y tras varias maniobras, entre dos columnas y bajo el arco, junto al paso de mi Jorobaito de mi alma, dejamos a nuestro Señor del Soberano Poder, junto a nuestros sueños rotos y parte de una vida, que ya nunca sería la misma para ninguno de los que vivimos aquel momento.

De ahí, terriblemente deshecho por todo lo vivido, hasta mi casa donde os puedo asegurar que hasta que el sueño me venció aquella fatídica noche, no dejé de llorar amargamente.

Por supuesto, yo aquella tarde, no volví a la farmacia para completar mi jornada laboral… Pero eso es otra historia.

Continuará…

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